Por Viana Rodriguez y Alfredo Lindley-Russo

La semana pasada se produjo un acontecimiento que quedará marcado en el calendario de los piadosos que escribimos en este blog. No es porque el 21 de febrero se haya celebrado un cumpleaños más de Roberto Gómez Bolaños (Chespirito), ni porque el 24 se haya conmemorado el nacimiento del Beatle George Harrison, dos grandes generadores de contenidos protegibles por el Derecho de Autor; sino por algo más trascendente desde nuestro humilde punto de vista: el matrimonio de nuestro co-blogger y amigo Daniel Sumalavia. Y como no podía ser de otra manera, quienes suscribimos esta piedad no podíamos dejar pasar la oportunidad de comentar algo al respecto… desde la perspectiva de la propiedad intelectual.

Aunque creemos que nuestros lectores frecuentes no deben ni hacerse esa pregunta, alguien podría preguntarse ¿qué tiene que hacer la propiedad intelectual en un matrimonio?

Cuando Daniel llegó a la iglesia, un cuarteto de cuerdas comenzó a lanzar al viento notas musicales que todos pudimos disfrutar mientras esperábamos que llegara la novia. Cuando finalmente lo hizo, radiante ella, atravesó el largo pasadizo central mientras sonaba la “Marcha Nupcial” de Richard Wagner (en dominio público hace raaaaato, por lo no se requiere contar con autorización alguna). Toda esa ejecución musical durante la ceremonia constituyó comunicación pública.

Durante la ceremonia y después de ella, varias personas especialmente contratadas para ello, fotografiaron y filmaron lo que iba sucediendo, fijando en muchos casos nuevas obras de titularidad de los fotógrafos (acto de reproducción, le llaman los abogados).

Al llegar a la recepción, nos topamos con una agradable sorpresa, tan típica de esta pareja de novios. Mayra, que le dice pollito a Daniel (Sí, Daniel, acéptalo. Ahora el mundo entero conoce tu apelativo amoroso), había hecho a mano unos pequeños pollitos de lana amarilla a los que había vestido de novios (son los que se ven en la imagen de esta piedad) y que contaban con un imperdible para que los invitados los luciéramos en la solapa de nuestros trajes. Además, los números de las mesas habían sido colocados dentro de un marco de madera pintado a mano por la misma Mayra. Lo primero era súper original y podría ser considerado obra, pero lo segundo no.

Mientras tanto, tres músicos amigos de la pareja amenizaban la noche con un estilo chill-out muy logrado con una guitarra, un cajón peruano (en ambos casos artistas-ejecutantes porque utilizan un instrumento ajeno a su cuerpo) y la voz relajante de una mujer (ésta última artista-intérprete). Al ritmo de la música, notamos que unas esferas de plástico, blancas e iluminadas colgaban del techo e iban cambiando de color. Luego nos percatamos que en realidad no eran solo estas esferas, sino también las sillas y mesas altas cerca al bar. Estos muebles con luces LED, de seguro, han obtenido el registro como modelo de utilidad en algún país.

La cena fue servida por una empresa especialmente contratada para ello, que se distingue en el mercado gracias a una marca, por lo que a efectos de posicionar positivamente su signo, se esmeraron en atendernos lo mejor posible.

De pronto, los compañeros de la escuela de clown de la que forman parte los novios, los rodearon y todos ellos se colocaron sus narices rojas (cubriéndose porque la conversión a payaso no debe ser a la vista de todos). De ese modo, con un pequeño ritual se formalizó la unión no solo de Daniel y Mayra, sino también de los payasos que ambos llevan dentro: “Mientras Tanto” y “Petita”. Así de sencillo y tierno. De contener una coreografía original, esta también sería una obra.

Cuando la fiesta llegaba a su pico y la música estaba muy buena, irrumpió en la pista de baile un entrañable personaje de los años noventa: ¡El General! Era la hora loca que había sido contratada a otra empresa también distinguida con una marca. Nosotros dos (Viana y Alfredo) retomamos una discusión que traemos entre nosotros desde el 2009 y que plasmamos en una piedad en el 2011 (aquí), a saber, el derecho a la imagen que a nuestro entender no es un asunto meramente constitucional, sino que además ostenta una dimensión económica que le permite a tu titular obtener réditos económicos.

Y para los que se preguntan si nos divertimos o nos la pasamos hablando tarugueces como estas, les comentamos que al final, casi nos acabamos la mesa de chocolates y fuimos el terror de los mozos con espumante (el Champagne es una denominación de origen francés). Eso sí, no bailamos, porque a veces la edad (ese ente que aunque inmaterial no es parte de la propiedad intelectual) pesa… y  porque Alfredo se quedó haciendo compañía (pues su pelo ya lo había abandonado).

1 comentarios:

José Trujillo dijo...

Considero que en acto de solidaridad los demás coblogueros deberían compartir con todos sus sobrenombres. Quizás haya alguno más tierno que 'pollito'.

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